Sharbat Gula (Primera parte)
Este retrato, elaborado con piedras semipreciosas de Afganistán, fue donado al Museo Nacional de las Culturas del Mundo en 2016 por el embajador Luis Ortiz Monasterio y su esposa Guadalupe. Ortiz Monasterio fungió como el primer embajador de México ante la República Islámica de Afganistán que, entre 2004 y 2021, controló la mayor parte del territorio afgano y desplazó al anterior Emirato Islámico que había sido establecido por los talibanes. Antes, en 1962, Octavio Paz había sido embajador de México, desde Nueva Delhi, cuando Afganistán era un reino.
Esta pieza está basada en el famoso retrato que Steven Macurry, fotógrafo de “National Geographic”, tomó de una niña afgana en un campo de refugiados de Peshawar, Pakistán, en 1984. Cuando el fotógrafo inmortalizó el rostro de la niña afgana no se tomó la molestia de registrar su nombre, se trataba de una entre los más de 3,500 desplazados que vivían en ese campo y una de los más de tres millones de refugiados que llegaron sólo a Pakistán, huyendo de la guerra que se generó cuando Afganistán se convirtió en uno de los escenarios de la guerra fría. La entonces URSS había invadido el país para sostener al gobierno prosoviético de la llamada República de Afganistán, fundada en 1978. Mientras tanto, Estados Unidos financiaba y apoyaba a la resistencia islámica de los muhadiyín.
En 2001, cuando el retrato había dado la vuelta al mundo y se había vuelto un símbolo de los refugiados afganos, Macurry regresó a Peshawar con la esperanza de encontrar a la niña. Tras una intensa búsqueda, unos hombres le dijeron que la niña había regresado a Afganistán y que vivía cerca de las montañas de Tora Bora. Aquellos hombres afganos se ofrecieron a ir a buscarla; era un viaje peligroso ya que en 2001 Estados Unidos había lanzado otra gran ofensiva militar, ahora para buscar a Osama Bin Laden, autor intelectual de los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York, quien supuestamente se ocultaba en esas montañas afganas.
Diecisiete años después de la toma del retrato, Macurry conocería por fin a aquella niña convertida en una mujer llamada Sharbat Gula, quien conversó con el fotógrafo. Le contó que en aquel entonces tenía 10 años, llegó al campo de refugiados con su abuela y su hermano tras perder a sus padres en Afganistán. Dijo que cuando se le hizo el retrato, su velo naranja estaba quemado por el fogón, lo cual le daba mucha vergüenza. La famosa foto que se escogió para la portada del “National Geographic” fue una de varias en las que aparece con el rostro cubierto, nunca la vio publicada y no sabía que era un ícono mundialmente conocido.
Sharbat es una mujer pashto, el grupo étnico mayoritario en el multicultural Afganistán, en un primer momento no le gustó saber que su rostro se conocía en todas partes. Sharbat significa “bebida dulce”; sin embargo, la vida de esta mujer no ha sido así. A los 13 años se casó con Rahmat Gull, un panadero; su primera hija murió pequeña, después tuvo cuatro hijos más. Sharbat desarrolló asma y pasaba gran parte del año en las montañas de Afganistán con sus hijos, en una población a seis horas en auto y tres días a pie desde Peshawar, desde donde su esposo le mandaba el poco dinero que ganaba.
Rahmat y su hija mayor murieron de hepatitis C y están enterrados en Peshawar. Como muchos refugiados, Sharbat fue arrestada en Pakistán por tener documentos falsos. Tras 15 días en la cárcel, y gracias a la fama que le otorgó el retrato, el entonces presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, la recibió y le otorgó un departamento en Kabul como símbolo del regreso de miles de refugiados. Ese mismo año, la cancillería afgana entregaría este retrato, elaborado con valiosos minerales afganos, al embajador mexicano.
Recuerdo muy bien la portada del “National Geographic” de junio de 1985, tenía doce años, la revista llegaba periódicamente a casa de mi tío donde mis primos y yo la hojeábamos con emoción. La mirada de Sharbat me daba miedo y curiosidad, quería saber sobre su vida, su ropa, sus costumbres, pero en el artículo sólo se miraban imágenes de hombres armados, casas derruidas, campamentos improvisados, heridos y mutilados. Las mismas imágenes que vemos hoy.
En abril de 2002 compré la revista, que ya se editaba en español, en un puesto de periódicos, en la portada estaba ella, con una burka, mostrando su famoso retrato infantil entre las manos. Hasta entonces nos enteramos de su nombre, de su vida, de su lengua. El artículo decía que le hubiera gustado estudiar, yo en cambio había concluido ya la universidad, un posgrado y había regresado de pasar un año trabajando en el extranjero. No pude evitar el estremecimiento que produce el colocarse en el lugar del menos favorecido.
Somos dos mujeres casi de la misma edad, nacidas en diversas circunstancias en la antípoda de nuestras geografías, pero Sahrbat tiene la piel quemada por el sol y el frío. En una entrevista que le hizo la televisión afgana para el Nowruz del año 1296, (año nuevo 2017), los locutores le decían que la gente cree que sus hermosos ojos tienen el poder de curar; Sharbat los miró sin inmutarse y les dijo: “si eso fuera cierto no habría pasado por tanto sufrimiento”.
Esa educación, a la que Sharbat no tuvo acceso, me llevó a conocer algunos aspectos de su cultura y su historia. Afganistán es un país con un pasado arqueológico maravilloso y con una gran historia que se refleja en sus templos, mausoleos, miniaturas y poesía. ¿Por qué, si todo esto existe, sólo sabemos que Afganistán ha estado 23 años en guerra? ¿Por qué el gobierno afgano elaboró esta pieza como representativa de su nación?
Munazza Ebtikar, desde la Universidad de Kabul, nos dice que el poder para representar y teorizar sobre Afganistán está en el llamado Occidente, que ha producido conocimiento para establecer un poder económico, político y cultural sobre la región y sus habitantes. De esta manera los poderes imperiales crean y mantienen el conocimiento y la narrativa acerca de lo que es Afganistán. Esta tesis nos lleva a entender cómo el gobierno afgano de entonces decidió representarse en una fotografía famosa en el mundo anglosajón y no en una miniatura, en una pieza de lapislázuli, en una caligrafía.
La ansiada pertenencia al mundo desarrollado, a la comunidad internacional, al concierto de las naciones, ha llevado a las élites afganas a buscar el progreso fuera de su propia historia y tradición. Esto nos puede ayudar a comprender por qué los talibanes rechazan toda forma de occidentalización y se aferran a sus costumbres. Afganistán es, sin embargo, un país fascinante con múltiples posibilidades de futuro que emanan de su enorme riqueza cultural y espiritual. Las exploraremos en la siguiente nota.
Alejandra Gómez Colorado, investigadora del Museo Nacional de las Culturas del Mundo.
#INAHVirtual
Referencias:
Munazza Ebtikar, “A Critique of Knowledge Production About Afghanistan”, Afganistan Center, Kabul University, 2020, en https://acku.edu.af/
“En busca de la muchacha afgana, Sharbat Gula”, en https://www.youtube.com/watch?v=WUgEqVZrj6M&t=84s